Cuando era niño, me gustaba tomarme de la mano de mi padre y caminar con él por lugares llenos de gente. Él era mi padre y mi amigo, ya que en la cultura de Ghana, tomarse de la mano es una señal de amistad verdadera. Mientras caminábamos, hablábamos de diversos temas. Cada vez que me sentía solo, encontraba consuelo en mi padre. ¡Cuánto valoraba su compañía!
Cuando la luna desapareció, la oscuridad cayó sobre nuestra aldea en el bosque. A los relámpagos que surcaban el cielo les siguieron ruidosos truenos y abundante lluvia. Despierto y con miedo, ya que era un niño, ¡imaginaba toda clase de monstruos horripilantes a punto de lanzarse sobre mí! Sin embargo, al amanecer, los ruidos habían desaparecido, el sol salió y la calma retornó mientras las aves cantaban jubilosas. El contraste entre la terrorífica oscuridad de la noche y el gozo de la luz del día era marcadamente notorio.
Cuando salí del hotel en Kampala, Uganda, mi anfitriona, que había venido a buscarme para ir al seminario, me miró, risueña. «¿Qué es tan divertido?», pregunté. Volvió a reírse y preguntó: «¿Se peinó?». El que se rio entonces fui yo, ya que me había olvidado de peinarme. Me había mirado en el espejo del hotel, pero ¿cómo puede ser que no me di cuenta de lo que vi?
La Navidad más solitaria que pasé en mi vida fue en la cabaña de mi abuelo cerca de Sakogu, en el norte de Ghana. Tenía solo 15 años, y mis padres y mis hermanos estaban a miles de kilómetros de distancia. Otros años, estando con ellos y mis amigos de la aldea, Navidad había sido siempre algo grande y memorable. Pero esa vez, fue silenciosa y solitaria. Aquella mañana, acostado sobre mi tapete en el suelo, recordé una canción típica: El año ha terminado; la Navidad ha llegado; el Hijo de Dios ha nacido; paz y gozo nos ha traído. Con tristeza, la cantaba una y otra vez.
El ansioso padre y su hijo adolescente estaban sentados frente al vidente, quien preguntó: «¿Su hijo va muy lejos?». El hombre respondió: «A la gran ciudad, y estará allí largo tiempo». Luego de entregarle al padre un talismán (un amuleto de la buena suerte), el vidente dijo: «Esto lo protegerá dondequiera que vaya».
Durante una ceremonia en la que se presentaba una Biblia traducida a un idioma africano, se le entregó un ejemplar al jefe de la región. En agradecimiento, levantó la Biblia hacia el cielo y exclamó: «¡Ahora sabemos que Dios entiende nuestro idioma! Podemos leer la Biblia en nuestra lengua nativa».
Donde vivo, las casas están rodeadas de paredes altas de cemento; incluso, con alambre de púas electrificado en la parte superior, para impedir que entren ladrones.
¿Sabía Dios que yo estaba conduciendo de noche una distancia de 160 kilómetros hasta la aldea donde vivía? Dadas mis condiciones, la respuesta no era sencilla. Volaba de temperatura y me dolía la cabeza. Oré: «Señor, sé que estás conmigo, ¡pero me duele!».
Cuando era un niño en la aldea, me fascinaban las gallinas. Siempre que atrapaba una, la sostenía unos momentos y luego la liberaba con suavidad. Como creía que todavía la estaba sosteniendo, la gallina permanecía quieta. Aunque era libre, se sentía atrapada.
Un integrante de nuestro grupo de estudio bíblico sugirió: «¡Escribamos nuestros propios salmos!». Al principio, algunos protestaron, diciendo que no eran buenos para escribir, pero después de un poco de estímulo, todos escribimos una conmovedora poesía en la que relatábamos cómo estaba obrando Dios en nuestras vidas. Como en el Salmo 136, cada escrito revelaba la verdad de que la misericordia de Dios es para siempre.